
Cuarta entrega de la familia Hernández, mis detectives favoritos del mundo mundial. Todavía guardan heridas de los dramas familiares vividos en anteriores entregas, pero siguen adelante. Cuando los leo, tengo la sensación de haber visitado la casa del indiano, de haber pasado miedo en el pasillo que une la vivienda con la agencia, de haber estado sentada a la fresca en el jardín que con tanto afán cuida la tía Claudia, de haber tomado café en la cocina frente a la mirada escrutadora de Lola. Creo que tengo un antepasado Hernández o algo así. En esta ocasión todo comienza con un funeral al que acuden las dos hermanas Obiols, Claudia y Lola. Es el de una mujer del barrio que, en los últimos tiempos, cayó en la trampa de un "estafador del amor". Mateo ofrece sus servicios al hijo, por si pueden recuperar parte del dinero. A la vez, Nora está trabajando en un extraño encargo: averiguar cómo les ha ido en la vida a los compañeros de un cliente. Mientras tanto, la policía no pierde de vista a la familia, convencidos de que ocultan muchos trapos sucios.
Como siempre, una maravilla. Siempre temo que Rosa se canse y abandone la saga. Lo único que me consuela es que sé seguro que cualquier cosa que escriba me gustará.